Los modelos agroexportadores de nuevo tipo

Por Jorge Rulli

El desarrollo de las producciones transgénicas en el mundo ha tenido a la Argentina como campo experimental para la aplicación de manipulaciones genéticas desde el año 1986, cuando se descubrieron, en la localidad de Azul, experimentos ilegales con vacunas antirrábicas recombinantes (que combinan genes de diferentes reinos) sobre vacas lecheras y humanos. En el presente la Argentina es, después de los EEUU, el país de mayores desarrollos en el mundo de este tipo de producciones originadas en semillas genéticamente modificadas. Solamente en soja transgénica se sembraron en las campañas 2001 y 2002 cerca de 13 millones de hectáreas, y este año los productores rurales usaron unos 150 millones de litros del herbicida glifosato, de Monsanto. El explosivo desarro-llo de estos nuevos cultivos pudo darse gracias a la absoluta ignorancia de la dirigencia política, de los productores y de los consumidores, acerca de los riesgos que implicaban para el medio ambiente y para la salud. El modelo de país se ha hecho, más que nunca, insumo-dependiente y frágil desde el punto de vista de su rol en el comercio internacional.

Para el GATT, la OMC y ahora para el ALCA, la agricultura es considerada como una industria que sólo es viable en escala gigantesca. En ese marco, la agricultura nacional no es considerada, y menos aún las economías regionales o locales.

La economía de la soja es el ALCA

El complejo de la soja basado en monocultivos de escala colosal y en una agricultura sin agricultores sustenta un modelo mundial de acumulación de capitales que se basa en la depredación del suelo y el avance sobre nuevos territorios.

La producción y la comercialización de la soja descarga de ese modo sus costos sobre el ambiente, trasladándolos así a las generaciones futuras.

Los monocultivos de soja producen concentración de la propiedad territorial, a la vez que expulsan a la población rural a las ciudades. Asimismo, este complejo uniforma las prácticas alimentarias y de salud de millones de seres humanos, bajo los dictados de las cadenas agroalimentarias. Hoy en la Argentina se calcula que un 70% de los alimentos industrializados contienen fuertes proporciones de soja transgénica, en forma de harinas, de lecitina, o de proteínas y aceites vegetales. De esta manera, las corporaciones intervienen en la vida de las personas y las remodelan culturalmente mediante la publicidad y el alimento, haciéndoles extraviar la autonomía de sus conductas.

La economía de la soja modifica y limita las prácticas ciudadanas y somete la democracia a intereses que subordinan las decisiones de los representantes del pueblo, haciendo primar decisiones técnicas de organismos nacionales e internacionales siempre obedientes a los dictados de las grandes corporaciones. La soja en el mundo globalizado deviene un importante controlador social.

La instalación y expansión del complejo de la soja en la Argentina ha provocado el agravamiento de la situación de catástrofe, con depredación extendida del suelo y de los recursos naturales, hambre, miseria, asistencialismo, insalubridad, colapsos urbanos, descapitalización, especulación financiera, desarraigo y extendidas migraciones, desigualdad social y una inseguridad jamás experimentada.

Actualmente la ausencia de un proyecto de conjunto y la falta de líderes convocantes en el nivel nacional se compensan por innumerables proyectos locales que desde lo pequeño buscan reconstruir lo popular, y expresan y organizan la resistencia ante la globalización. Los peligroso en este hervidero de nueva organización y de iniciativas ciudadanas asamblearias, es que en ausencia de un proyecto de conjunto, y al borde mismo de la disolución nacional, algunas de estas iniciativas se extrapolen hacia la secesión y no hacia la reconstrucción del Estado y de la identidad nacional.

Transgénicos

Los transgénicos, organismos genéticamente modificados (OGMs), son el resultado de un proceso por el cual se introducen genes extraños de uno o varios organismos distintos, en muchos casos altamente infecciosos, llamados transgenes, en otro ser vivo. Estas recombinaciones genéticas que pueden saltar fronteras entre reinos de la naturaleza, por ejemplo entre un tomate y una bacteria, o entre una lechuga y una luciérnaga, se realizan cuando se piensa que pueden conferir alguna ventaja, en especial resistencia a herbicidas producidos por las mismas empresas que realizan la experimentación.

Entre los genes usados están los llamados marcadores genéticos o genes de resistencia a antibióticos, que facilitan la multiplicación a escala comercial de estos organismos transgénicos. Existen fundadas sospechas acerca de transferencias horizontales de genes entre estos marcadores y la flora bacteriana del intestino humano, con lo cual se acrecentaría el grave problema que para la salud pública implica la extendida resistencia a antibióticos de las poblaciones. Los alimentos transgénicos tienen además proteínas nuevas que pueden desencadenar problemas de alergias, pues el sistema inmunológico humano las desconoce. Los transgenes pueden persistir por otra parte en el tracto digestivo de los mamíferos, sobrevivir en desechos líquidos, en ecosistemas acuáticos, en el suelo y en las plantas. El ADN recombinante resulta muy difícil de destruir. La contaminación biológica provocada por los transgénicos ha devenido en la amenaza más importante que ha vivido la humanidad en toda su historia.

Toxinas y venenos

Los productos creados genéticamente poseen claramente el potencial de ser tóxicos y de amenazar la salud humana. En 1989 un suplemento dietético mejorado genéticamente llamado L-Tryptophan provocó la muerte de 37 ciudadanos norteamericanos, y afectó de manera permanente a más de 5.000, con secuelas como desórdenes de la sangre, eosinofilia y síndrome de mialgia, antes de ser cancelado por la Administración de Alimentos y Sustancias. El fabricante Showa Denko, tercer productor de químicos en el Japón, había empleado por primera vez bacterias genéticamente modificadas para producir un suplemento fácilmente adquirible sin receta médica. Se supone que la bacteria fue contaminada de alguna manera durante el proceso de recombinación del material genético. Showa Denko ha pagado hasta la fecha más de 2 billones de dólares por daños a las víctimas.

En 1999 la prensa británica reveló que el Dr. Arpad Pusztai, científico del Instituto Rowet, había hallado en sus investigaciones que papas GM recombinadas con la planta copo de nieve y virus del mosaico de la coliflor eran altamente venenosas para pequeños mamíferos en crecimiento. La alimentación con esas papas GM había provocado daños en órganos vitales y en el sistema de inmunidad de las ratas de laboratorio. Lo más grave del caso fue que la severa infección intestinal fue causada por el promotor viral CaMv, injertado en casi todos los alimentos y cultivos GM.

Desafortunadamente, el trabajo del Dr. Pusztai permanece incompleto, ya que como consecuencia de sus investigaciones los fondos del gobierno fueron cancelados y él despedido por el Instituto Rowet. Sin embargo, muchos científicos alrededor del mundo alertan acerca de que la manipulación genética puede elevar los niveles naturales de toxinas y producir más alergias en situaciones inesperadas. Como las agencias reguladoras en ningún lugar del mundo requieren el tipo de pruebas químicas y de alimentación que el Dr. Pusztai estaba conduciendo, los consumidores se han convertido sin saberlo en conejillos de indias de un vasto experimento genético. Tal como el Dr. Pusztai advierte: “Piensen en Guillermo Tell disparando una flecha a un blanco, ahora cubran los ojos del hombre que está disparando, y ahí tendrán la realidad de un ingeniero genético haciendo una inserción de genes”.

Los alimentos transgénicos y el principio de precaución

El derecho ambiental internacional ha incorporado el Principio Precautorio, que debería regir el comportamiento de los Estados y de la sociedad frente al impacto ambiental y los riesgos para la salud humana, como resultado de la alteración generada por las actividades industriales, la extracción intensiva de recursos naturales renovables y no renovables, los niveles excesivos de consumo, etc. El Principio Precautorio ha sido reconocido por el Protocolo de Cartagena sobre Bioseguridad. En esencia, este principio nos dice que la falta de certezas o evidencias de que un producto sea malo para la salud no significa que ese producto sea bueno, y que no podemos esperar a que se conozcan todas las respuestas para tomar medidas que protejan la salud humana y el ambiente de daños potenciales. Aquellos que no aceptan el Principio de Precaución y toman decisiones sobre tecnologías que no han sido suficientemente evaluadas, cargan a la sociedad con los riesgos de lo que de hecho es un experimento, y será la sociedad la que pagará las consecuencias de esas exposiciones.

Algunas interpretaciones del Principio de Precaución dicen que debe aplicarse cuando existen peligros de daños irreversibles o serios. Este pensamiento no toma en cuenta los efectos acumulativos de algunos alimentos, que pueden ser vistos como irrelevantes si no se tiene una perspectiva a mediano y largo plazo. Este es el caso de los cultivos transgénicos, que pueden no hacer impacto inmediato en la salud humana y en el ambiente, pero de los que desconocemos sus efectos acumulativos luego de períodos prolongados. Frente a una situación de riesgo se debe aplicar el Principio de Precaución. La pregunta aceptable es: ¿cómo se puede prevenir o evitar el riesgo? Y la pregunta inaceptable, debería ser: ¿cuál es el nivel tolerable de riesgo?

La equivalencia sustancial, un argumento tramposo

Este concepto que tratan de aplicar los partidarios de las tecnologías transgénicas nunca ha sido definido de un modo preciso y menos aún científico, pero refiere al grado de semejanzas aparentes entre un alimento y su alternativa transgénica. Esta equivalencia es determinada simplemente a través de pruebas físico-químicas y resulta útil para la industria y para la comercialización, pero inaceptable para el consumidor y su derecho a saber lo que compra. Por ejemplo: si un tomate transgénico guarda las mismas formas y un color semejante al natural, si su sabor es parecido y la cantidad de constituyentes químicos no difieren en demasía, resultaría aceptable reconocerlo como sustancialmente equivalente. Este criterio superficial que favorece a las empresas y que ha quedado absolutamente anacrónico con la ingeniería genética, tuvo y tiene vigencia en la Argentina a pesar de que los derechos precautorios se sostienen en numerosos convenios internacionales.

Razones para estar en contra de los productos transgénicos

1. No hay ninguna seguridad sobre sus efectos en el ambiente, ya que estos organismos no existían antes en la naturaleza, pues son el resultado de experimentos de laboratorio;
2. no hay ninguna seguridad sobre los efectos en la salud de los agricultores que trabajan con estas semillas y estos productos;
3. no hay ninguna seguridad sobre los efectos que producen en las personas que los consumen;
4. las investigaciones sobre semillas realizadas por estas empresas apuntan a aumentar el lucro de las mismas y no al bienestar de la población;
5. se habla de los beneficios de la biotecnología, pero no hay ninguna prueba de que las semillas transgénicas sean más productivas y más adecuadas para preservar el ambiente que las semillas tradicionales;
6. el 97% de las semillas transgénicas existentes en el mercado han sido tratadas con -o requieren el uso de- algún agrotóxico, herbicida, insecticida, etc;
7. la manipulación genética en manos de las transnacionales y el uso de los transgénicos están llevando en forma progresiva, casi exponencial en la Argentina, a un proceso de control oligopolítico en todo el mundo por parte de estos grupos económicos;
8. los agricultores están perdiendo completamente el control del uso de las semillas, y quedan expuestos a depender de las empresas multinacionales. Con los cultivos genéticamente modificados se instala una agricultura sin agricultores.

Por el contrario, es posible tener semillas y alimentos sanos y en gran cantidad para toda la población mundial respetando el ambiente, practicando una agricultura sustentable, sin depender de los transgénicos. La falta de alimentos es producto de un modelo de monocultivo y de concentración de la riqueza que impide a millones de personas el acceso a la tierra y a las prácticas agrícolas.

Las empresas y el control del comercio de semillas

Para el agricultor, la semilla es la base de todo su sistema productivo. Durante miles de años, y gracias a los agricultores, se han logrado mejoras en la producción de alimentos; esas mejoras han sido transmitidas culturalmente de generación en generación y mediante sistemas de intercambio entre los pueblos que persisten hasta nuestros días. Esta cultura de los pueblos es la base de un conocimiento popular que garantiza históricamente su seguridad alimentaria, y ha sido desde hace mucho un objetivo de apropiación con fines comerciales para las grandes empresas transnacionales. Ahora, con el respaldo de ciertas técnicas, en especial de la manipulación genética, se está aumentando el riesgo de inseguridad alimentaria en el nivel global, y aumenta exponencialmente el número de productores y trabajadores expulsados del campo. También se registra una muy grave erosión de los hábitos alimentarios, y se pierden técnicas de preservación y de manejo de las semillas por parte de los agricultores.

Históricamente, el proceso de selección y mejora de las variedades agrícolas ha estado en manos del campesino, quien guardaba e intercambiaba con otros agricultores las semillas para las siembras siguientes. Pero esta forma de manejo de las semillas comenzó a revertirse a partir de los años ’60, con la llamada revolución verde, y con la incorporación masiva de insumos agrotóxicos, respaldada por los programas estatales de modernización, como fue aquí el del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). A partir de entonces se produjo la apropiación creciente del material genético y de sus cruzamientos por parte de las compañías. Las empresas de semillas acumularon un creciente poder económico y llegaron a dominar la producción mundial de insumos agrotóxicos y la comercialización de los granos en el mercado internacional. Nuestro país ha sido uno de los nichos mundiales donde ese crecimiento se ha hecho más notable, en especial a partir de los acuerdos del año 1989, durante la hiperinflación, cuando el gobierno de Menem acordó con las semilleras el rediseño del sector agrario y la entrega de los patrimonios fitogenéticos a las compañías internacionales, a través de las propias instituciones del Estado, como el INTA y el Instituto Nacional de Semillas (INASE).

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