El desarrollo de las producciones
transgénicas en el mundo ha tenido a la Argentina como campo
experimental para la aplicación de manipulaciones genéticas
desde el año 1986, cuando se descubrieron, en la localidad
de Azul, experimentos ilegales con vacunas antirrábicas recombinantes
(que combinan genes de diferentes reinos) sobre vacas lecheras y
humanos. En el presente la Argentina es, después de los EEUU,
el país de mayores desarrollos en el mundo de este tipo de
producciones originadas en semillas genéticamente modificadas.
Solamente en soja transgénica se sembraron en las campañas
2001 y 2002 cerca de 13 millones de hectáreas, y este año
los productores rurales usaron unos 150 millones de litros del herbicida
glifosato, de Monsanto. El explosivo desarro-llo de estos nuevos
cultivos pudo darse gracias a la absoluta ignorancia de la dirigencia
política, de los productores y de los consumidores, acerca
de los riesgos que implicaban para el medio ambiente y para la salud.
El modelo de país se ha hecho, más que nunca, insumo-dependiente
y frágil desde el punto de vista de su rol en el comercio
internacional.
Para el GATT, la OMC y ahora para el ALCA, la agricultura es considerada
como una industria que sólo es viable en escala gigantesca.
En ese marco, la agricultura nacional no es considerada, y menos
aún las economías regionales o locales.
La economía de la soja es el ALCA
El complejo de la soja basado en monocultivos de escala colosal
y en una agricultura sin agricultores sustenta un modelo mundial
de acumulación de capitales que se basa en la depredación
del suelo y el avance sobre nuevos territorios.
La producción y la comercialización de la soja descarga
de ese modo sus costos sobre el ambiente, trasladándolos
así a las generaciones futuras.
Los monocultivos de soja producen concentración de la propiedad
territorial, a la vez que expulsan a la población rural a
las ciudades. Asimismo, este complejo uniforma las prácticas
alimentarias y de salud de millones de seres humanos, bajo los dictados
de las cadenas agroalimentarias. Hoy en la Argentina se calcula
que un 70% de los alimentos industrializados contienen fuertes proporciones
de soja transgénica, en forma de harinas, de lecitina, o
de proteínas y aceites vegetales. De esta manera, las corporaciones
intervienen en la vida de las personas y las remodelan culturalmente
mediante la publicidad y el alimento, haciéndoles extraviar
la autonomía de sus conductas.
La economía de la soja modifica y limita las prácticas
ciudadanas y somete la democracia a intereses que subordinan las
decisiones de los representantes del pueblo, haciendo primar decisiones
técnicas de organismos nacionales e internacionales siempre
obedientes a los dictados de las grandes corporaciones. La soja
en el mundo globalizado deviene un importante controlador social.
La instalación y expansión del complejo de la soja
en la Argentina ha provocado el agravamiento de la situación
de catástrofe, con depredación extendida del suelo
y de los recursos naturales, hambre, miseria, asistencialismo, insalubridad,
colapsos urbanos, descapitalización, especulación
financiera, desarraigo y extendidas migraciones, desigualdad social
y una inseguridad jamás experimentada.
Actualmente la ausencia de un proyecto de conjunto y la falta de
líderes convocantes en el nivel nacional se compensan por
innumerables proyectos locales que desde lo pequeño buscan
reconstruir lo popular, y expresan y organizan la resistencia ante
la globalización. Los peligroso en este hervidero de nueva
organización y de iniciativas ciudadanas asamblearias, es
que en ausencia de un proyecto de conjunto, y al borde mismo de
la disolución nacional, algunas de estas iniciativas se extrapolen
hacia la secesión y no hacia la reconstrucción del
Estado y de la identidad nacional.
Transgénicos
Los transgénicos, organismos genéticamente modificados
(OGMs), son el resultado de un proceso por el cual se introducen
genes extraños de uno o varios organismos distintos, en muchos
casos altamente infecciosos, llamados transgenes, en otro ser vivo.
Estas recombinaciones genéticas que pueden saltar fronteras
entre reinos de la naturaleza, por ejemplo entre un tomate y una
bacteria, o entre una lechuga y una luciérnaga, se realizan
cuando se piensa que pueden conferir alguna ventaja, en especial
resistencia a herbicidas producidos por las mismas empresas que
realizan la experimentación.
Entre los genes usados están los llamados marcadores genéticos
o genes de resistencia a antibióticos, que facilitan la multiplicación
a escala comercial de estos organismos transgénicos. Existen
fundadas sospechas acerca de transferencias horizontales de genes
entre estos marcadores y la flora bacteriana del intestino humano,
con lo cual se acrecentaría el grave problema que para la
salud pública implica la extendida resistencia a antibióticos
de las poblaciones. Los alimentos transgénicos tienen además
proteínas nuevas que pueden desencadenar problemas de alergias,
pues el sistema inmunológico humano las desconoce. Los transgenes
pueden persistir por otra parte en el tracto digestivo de los mamíferos,
sobrevivir en desechos líquidos, en ecosistemas acuáticos,
en el suelo y en las plantas. El ADN recombinante resulta muy difícil
de destruir. La contaminación biológica provocada
por los transgénicos ha devenido en la amenaza más
importante que ha vivido la humanidad en toda su historia.
Toxinas y venenos
Los productos creados genéticamente poseen claramente el
potencial de ser tóxicos y de amenazar la salud humana. En
1989 un suplemento dietético mejorado genéticamente
llamado L-Tryptophan provocó la muerte de 37 ciudadanos norteamericanos,
y afectó de manera permanente a más de 5.000, con
secuelas como desórdenes de la sangre, eosinofilia y síndrome
de mialgia, antes de ser cancelado por la Administración
de Alimentos y Sustancias. El fabricante Showa Denko, tercer productor
de químicos en el Japón, había empleado por
primera vez bacterias genéticamente modificadas para producir
un suplemento fácilmente adquirible sin receta médica.
Se supone que la bacteria fue contaminada de alguna manera durante
el proceso de recombinación del material genético.
Showa Denko ha pagado hasta la fecha más de 2 billones de
dólares por daños a las víctimas.
En 1999 la prensa británica reveló que el Dr. Arpad
Pusztai, científico del Instituto Rowet, había hallado
en sus investigaciones que papas GM recombinadas con la planta copo
de nieve y virus del mosaico de la coliflor eran altamente venenosas
para pequeños mamíferos en crecimiento. La alimentación
con esas papas GM había provocado daños en órganos
vitales y en el sistema de inmunidad de las ratas de laboratorio.
Lo más grave del caso fue que la severa infección
intestinal fue causada por el promotor viral CaMv, injertado en
casi todos los alimentos y cultivos GM.
Desafortunadamente, el trabajo del Dr. Pusztai permanece incompleto,
ya que como consecuencia de sus investigaciones los fondos del gobierno
fueron cancelados y él despedido por el Instituto Rowet.
Sin embargo, muchos científicos alrededor del mundo alertan
acerca de que la manipulación genética puede elevar
los niveles naturales de toxinas y producir más alergias
en situaciones inesperadas. Como las agencias reguladoras en ningún
lugar del mundo requieren el tipo de pruebas químicas y de
alimentación que el Dr. Pusztai estaba conduciendo, los consumidores
se han convertido sin saberlo en conejillos de indias de un vasto
experimento genético. Tal como el Dr. Pusztai advierte: “Piensen
en Guillermo Tell disparando una flecha a un blanco, ahora cubran
los ojos del hombre que está disparando, y ahí tendrán
la realidad de un ingeniero genético haciendo una inserción
de genes”.
Los alimentos transgénicos y el
principio de precaución
El derecho ambiental internacional ha incorporado el Principio Precautorio,
que debería regir el comportamiento de los Estados y de la
sociedad frente al impacto ambiental y los riesgos para la salud
humana, como resultado de la alteración generada por las
actividades industriales, la extracción intensiva de recursos
naturales renovables y no renovables, los niveles excesivos de consumo,
etc. El Principio Precautorio ha sido reconocido por el Protocolo
de Cartagena sobre Bioseguridad. En esencia, este principio nos
dice que la falta de certezas o evidencias de que un producto sea
malo para la salud no significa que ese producto sea bueno, y que
no podemos esperar a que se conozcan todas las respuestas para tomar
medidas que protejan la salud humana y el ambiente de daños
potenciales. Aquellos que no aceptan el Principio de Precaución
y toman decisiones sobre tecnologías que no han sido suficientemente
evaluadas, cargan a la sociedad con los riesgos de lo que de hecho
es un experimento, y será la sociedad la que pagará
las consecuencias de esas exposiciones.
Algunas interpretaciones del Principio de Precaución dicen
que debe aplicarse cuando existen peligros de daños irreversibles
o serios. Este pensamiento no toma en cuenta los efectos acumulativos
de algunos alimentos, que pueden ser vistos como irrelevantes si
no se tiene una perspectiva a mediano y largo plazo. Este es el
caso de los cultivos transgénicos, que pueden no hacer impacto
inmediato en la salud humana y en el ambiente, pero de los que desconocemos
sus efectos acumulativos luego de períodos prolongados. Frente
a una situación de riesgo se debe aplicar el Principio de
Precaución. La pregunta aceptable es: ¿cómo
se puede prevenir o evitar el riesgo? Y la pregunta inaceptable,
debería ser: ¿cuál es el nivel tolerable de
riesgo?
La equivalencia sustancial, un argumento
tramposo
Este concepto que tratan de aplicar los partidarios de las tecnologías
transgénicas nunca ha sido definido de un modo preciso y
menos aún científico, pero refiere al grado de semejanzas
aparentes entre un alimento y su alternativa transgénica.
Esta equivalencia es determinada simplemente a través de
pruebas físico-químicas y resulta útil para
la industria y para la comercialización, pero inaceptable
para el consumidor y su derecho a saber lo que compra. Por ejemplo:
si un tomate transgénico guarda las mismas formas y un color
semejante al natural, si su sabor es parecido y la cantidad de constituyentes
químicos no difieren en demasía, resultaría
aceptable reconocerlo como sustancialmente equivalente. Este criterio
superficial que favorece a las empresas y que ha quedado absolutamente
anacrónico con la ingeniería genética, tuvo
y tiene vigencia en la Argentina a pesar de que los derechos precautorios
se sostienen en numerosos convenios internacionales.
Razones para estar en contra de los productos
transgénicos
1. No hay ninguna seguridad sobre sus efectos en el ambiente, ya
que estos organismos no existían antes en la naturaleza,
pues son el resultado de experimentos de laboratorio;
2. no hay ninguna seguridad sobre los efectos en la salud de los
agricultores que trabajan con estas semillas y estos productos;
3. no hay ninguna seguridad sobre los efectos que producen en las
personas que los consumen;
4. las investigaciones sobre semillas realizadas por estas empresas
apuntan a aumentar el lucro de las mismas y no al bienestar de la
población;
5. se habla de los beneficios de la biotecnología, pero no
hay ninguna prueba de que las semillas transgénicas sean
más productivas y más adecuadas para preservar el
ambiente que las semillas tradicionales;
6. el 97% de las semillas transgénicas existentes en el mercado
han sido tratadas con -o requieren el uso de- algún agrotóxico,
herbicida, insecticida, etc;
7. la manipulación genética en manos de las transnacionales
y el uso de los transgénicos están llevando en forma
progresiva, casi exponencial en la Argentina, a un proceso de control
oligopolítico en todo el mundo por parte de estos grupos
económicos;
8. los agricultores están perdiendo completamente el control
del uso de las semillas, y quedan expuestos a depender de las empresas
multinacionales. Con los cultivos genéticamente modificados
se instala una agricultura sin agricultores.
Por el contrario, es posible tener semillas y alimentos sanos y
en gran cantidad para toda la población mundial respetando
el ambiente, practicando una agricultura sustentable, sin depender
de los transgénicos. La falta de alimentos es producto de
un modelo de monocultivo y de concentración de la riqueza
que impide a millones de personas el acceso a la tierra y a las
prácticas agrícolas.
Las empresas y el control del comercio
de semillas
Para el agricultor, la semilla es la base de todo su sistema productivo.
Durante miles de años, y gracias a los agricultores, se han
logrado mejoras en la producción de alimentos; esas mejoras
han sido transmitidas culturalmente de generación en generación
y mediante sistemas de intercambio entre los pueblos que persisten
hasta nuestros días. Esta cultura de los pueblos es la base
de un conocimiento popular que garantiza históricamente su
seguridad alimentaria, y ha sido desde hace mucho un objetivo de
apropiación con fines comerciales para las grandes empresas
transnacionales. Ahora, con el respaldo de ciertas técnicas,
en especial de la manipulación genética, se está
aumentando el riesgo de inseguridad alimentaria en el nivel global,
y aumenta exponencialmente el número de productores y trabajadores
expulsados del campo. También se registra una muy grave erosión
de los hábitos alimentarios, y se pierden técnicas
de preservación y de manejo de las semillas por parte de
los agricultores.
Históricamente, el proceso de selección y mejora de
las variedades agrícolas ha estado en manos del campesino,
quien guardaba e intercambiaba con otros agricultores las semillas
para las siembras siguientes. Pero esta forma de manejo de las semillas
comenzó a revertirse a partir de los años ’60,
con la llamada revolución verde, y con la incorporación
masiva de insumos agrotóxicos, respaldada por los programas
estatales de modernización, como fue aquí el del Instituto
Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). A partir de entonces
se produjo la apropiación creciente del material genético
y de sus cruzamientos por parte de las compañías.
Las empresas de semillas acumularon un creciente poder económico
y llegaron a dominar la producción mundial de insumos agrotóxicos
y la comercialización de los granos en el mercado internacional.
Nuestro país ha sido uno de los nichos mundiales donde ese
crecimiento se ha hecho más notable, en especial a partir
de los acuerdos del año 1989, durante la hiperinflación,
cuando el gobierno de Menem acordó con las semilleras el
rediseño del sector agrario y la entrega de los patrimonios
fitogenéticos a las compañías internacionales,
a través de las propias instituciones del Estado, como el
INTA y el Instituto Nacional de Semillas (INASE).
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