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Introducción
1. La mercantilización de todas las cosas: La producción
de capital.
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INTRODUCCIÓN
Son muchos los libros escritos sobre el capitalismo por marxistas
y otros autores de la izquierda política, pero la mayoría
de ellos adolecen de uno de estos dos defectos. Los unos son básicamente
análisis lógico-deductivos que parten de definiciones
de lo que se piensa que es en esencia el capitalismo y examinan
luego hasta qué punto se ha desarrollado éste en
diversos lugares y épocas. Los segundos se centran en las
presuntas grandes transformaciones del sistema capitalista a partir
de un punto reciente en el tiempo, y todo el tiempo anterior sirve
de contraste mitológico para considerar la realidad empírica
del presente.
Lo que me parece urgente, la tarea a la que se ha consagrado en
cierto sentido la totalidad de mi obra reciente, es ver el capitalismo
como un sistema histórico, a lo largo de toda su historia
y en su realidad concreta y única. Me he fijado, por tanto,
la tarea de describir esta realidad, de delinear con precisión
lo que siempre ha estado cambiando y lo que nunca ha cambiado
(de tal forma que podríamos denominar la realidad entera
bajo un solo nombre).
Creo, como muchos otros, que esta realidad es un todo integrado.
Pero muchos de los que mantienen esta opinión la defienden
en forma de un ataque a otros por su supuesto «economicismo»,
o su «idealismo» cultural, o su excesivo hincapié
en los factores políticos y «voluntaristas».
Tales críticas, casi por su propia naturaleza, tienden
a caer de rebote en el vicio opuesto al que atacan. Por consiguiente,
he tratado de presentar muy claramente la realidad global integrada,
tratando sucesivamente su expresión en los terrenos económico,
político e ideológico-cultural.
Finalmente, permítaseme decir unas palabras sobre Karl
Marx. Fue una figura monumental en la historia intelectual y política
moderna. Nos ha dejado un gran legado, conceptualmente rico y
moralmente inspirador. Sin embargo, deberíamos tomar en
serio lo que dijo de que no era marxista, y no desecharlo como
una ocurrencia.
Marx sabía, cosa que muchos de los que se dicen discípulos
suyos no saben, que era un hombre del siglo xix cuya visión
estaba inevitablemente limitada por esa realidad social. Sabía,
cosa que muchos no saben, que una formulación teórica
sólo es comprensible y utilizable en relación con_
la formulación alternativa a la que aquélla ataca
explícita o implícitamente, y que es totalmente
irrelevante para formulaciones de otros problemas basados en otras
premisas. Sabía, cosa que muchos no saben, que había
una tensión en la presentación de su obra entre
la exposición del capitalismo como un sistema perfecto
(lo que de hecho nunca había existido históricamente)
y el análisis de la realidad cotidiana concreta del mundo
capitalista.
Utilicemos, pues, sus escritos del único modo sensato:
como los de un compañero de lucha que sabía tanto
como él sabía.
1. LA MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS:
LA PRODUCCIÓN DE CAPITAL
El capitalismo es, ante todo y sobre todo, un sistema social
histórico. Para comprender sus orígenes, su funcionamiento
o sus perspectivas actuales tenemos que observar su realidad.
Por supuesto, podemos intentar resumir esta realidad en una serie
de enunciados abstractos, pero sería absurdo utilizar tales
abstracciones para juzgar y clasificar la realidad. Por tanto,
en lugar de eso propongo tratar de describir cómo ha sido
realmente el capitalismo en la práctica, cómo ha
funcionado en cuanto sistema, por qué se ha desarrollado
de la manera en que lo ha hecho y a dónde conduce en la
actualidad.
La palabra capitalismo se deriva de capital. Sería lícito,
pues, suponer que el capital es un elemento clave en el capitalismo.
Pero, ¿qué es el capital? En una de sus acepciones,
es simplemente riqueza acumulada. Pero cuando se usa en el contexto
del capitalismo histórico tiene una definición más
específica. No es sólo la reserva de bienes de consumo,
maquinaria o derechos autorizados a cosas materiales en forma
de dinero. El capital en el capitalismo histórico sigue
refiriéndose por supuesto a estas acumulaciones de esfuerzos
de un trabajo pasado que todavía no han sido gastados;
pero si esto fuera todo, entonces se podría decir que todos
los sistemas históricos, hasta el del hombre de Neanderthal,
han sido capitalistas, ya que todos ellos han tenido alguna de
estas reservas acumuladas que encarnaban un trabajo pasado.
Lo que distingue al sistema social histórico que llamamos
capitalismo histórico es que en este sistema histórico
el capital pasó a ser usado (invertido) de una forma muy
especial. Pasó a ser usado con el objetivo o intento primordial
de su autoexpansión. En este sistema, las acumulaciones
pasadas sólo eran «capital» en la medida en
que eran usadas para acumular más capital. El proceso fue
sin duda complejo, e incluso sinuoso, como veremos. Pero es a
ese objetivo implacable y curiosamente asocial del poseedor de
capital —la acumulación de más capital—,
así como a las relaciones que este poseedor de capital
tenía por tanto que establecer con otras personas para
conseguir ese objetivo, a los que llamamos capitalistas. Es indudable
que éste no era el único propósito. En el
proceso de producción intervenían otras consideraciones.
Pero la cuestión es: en caso de conflicto, ¿qué
consideraciones tendían a prevalecer? Siempre que, con
el tiempo, fuera la acumulación de capital la que regularmente
predominara sobre otros objetivos alternativos, tenemos razones
para decir que estamos ante un sistema capitalista.
Un individuo o un grupo de individuos podría por supuesto
decidir en cualquier momento que le gustaría invertir capital
con el objetivo de adquirir más capital. Pero, antes de
llegar a un determinado momento histórico, no había
sido nunca fácil para tales individuos hacerlo con buenos
resultados. En los sistemas anteriores, el largo y complejo sistema
de la acumulación de capital se veía casi siempre
bloqueado en uno u otro punto, incluso en aquellos casos en que
existía su condición inicial: la propiedad, o amalgama,
de una reserva de bienes no consumidos previamente en manos de
unos pocos. Nuestro capitalista en potencia necesitaba siempre
obtener el uso de trabajo, lo que significaba que tenía
que haber personas que pudieran ser atraídas o forzadas
a trabajar. Una vez conseguidos los trabajadores y producidas
las mercancías, estas mercancías tenían que
ser comercializadas de alguna forma, lo que significaba que tenía
que haber tanto un sistema de distribución como un grupo
de compradores con medios para comprar las mercancías.
Estas tenían que ser vendidas a un precio que fuera superior
a los costes totales (en el punto de venta) soportados por el
vendedor y, además, este margen de diferencia tenía
que ser más de lo que el vendedor necesitaba para su propia
subsistencia. En lenguaje moderno, tenía que haber una
ganancia. El propietario de la ganancia tenía entonces
que ser capaz de retenerla hasta que se diera una oportunidad
razonable para invertirla, momento en que todo el proceso tenía
que renovarse en el punto de producción.
En realidad, antes de llegar a los tiempos modernos, esta cadena
de procesos (llamada a veces ciclo del capital) rara vez se completaba.
Por un lado, muchos de los eslabones de la cadena eran considerados,
en los sistemas sociales históricos anteriores, irracionales
y/o inmorales por los poseedores de la autoridad política
y moral. Pero aun sin la interferencia directa de aquellos que
tenían el poder de interferir, el proceso se veía
habitualmente frustrado por la inexistencia de uno o más
elementos de proceso: reserva acumulada en forma monetaria, fuerza
de trabajo destinada a ser utilizada por el productor, red de
distribuidores, consumidores que fueran compradores.
Faltaban uno o más elementos porque, en los sistemas sociales
históricos anteriores, uno o más de estos elementos
no estaba «mercantilizado» o lo estaba insuficientemente.
Esto significa que el proceso no era considerado como un proceso
que pudiera o debiera realizarse a través de un «mercado».
El capitalismo histórico implicó, pues, una mercantilización
generalizada de unos procesos —no sólo los procesos
de intercambio, sino también los procesos de producción,
los procesos de distribución y los procesos de inversión—
que anteriormente habían sido realizados a través
de medios distintos al «mercado». Y, en el curso de
su intento de acumular más y más capital, los capitalistas
han intentado mercantilizar más y más procesos sociales
en todas las esferas de la vida económica. Dado que el
capitalismo es un proceso asocial, de aquí se desprende
que ninguna transacción social ha estado intrínsecamente
exenta de una posible inclusión. Esta es la razón
de que podamos decir que el desarrollo histórico del capitalismo
ha implicado una tendencia a la mercantilización de todas
las cosas.
Pero no era suficiente mercantilizar los procesos sociales. Los
procesos de producción estaban unidos entre sí en
complejas cadenas de mercancías. Consideremos, por ejemplo,
un producto típico que ha sido ampliamente producido y
vendido a lo largo de la experiencia histórica del capitalismo:
una prenda de vestir. Para producir una prenda de vestir se suele
necesitar, como mínimo, tela, hilo, algún tipo de
maquinaria y fuerza de trabajo. Pero cada uno de estos elementos
ha de ser producido a su vez. Y los elementos que intervienen
en su producción han de ser producidos a su vez. No era
inevitable —ni siquiera era habitual— que cada uno
de los subprocesos en esta cadena de mercancías estuviera
mercantilizado. De hecho, como veremos, la ganancia es a menudo
mayor cuando no todos los eslabones de la cadena están
mercantilizados. Lo que está claro es que, en tal cadena,
hay un conjunto muy amplio y disperso de trabajadores que reciben
algún tipo de remuneración que se registra en los
libros de contabilidad como costes. Hay también un conjunto
mucho menor, pero por lo general igualmente disperso, de personas
(que además no están por lo común vinculadas
entre sí como socios económicos, sino que operan
como entidades económicas distintas), las cuales comparten
de alguna manera el margen final existente en la cadena de mercancías
entre los costes totales de producción de la cadena y los
ingresos totales conseguidos gracias a la venta del producto final.
Una vez que hubo tales cadenas de mercancías entre los
múltiples procesos de producción, está claro
que la tasa de acumulación para todos los «capitalistas»
juntos pasó a estar en función de la amplitud del
margen que se pudiera crear, en una situación en la que
este margen podía fluctuar considerablemente. La tasa de
acumulación para un capitalista en concreto, sin embargo,
estaba en función de un proceso de «competencia»
en el que las recompensas más altas eran para aquellos
que tenían mayor perspicacia para juzgar, mayor capacidad
para controlar a su fuerza de trabajo y mayor acceso a las restricciones
políticamente determinadas sobre operaciones concretas
del mercado (conocidas genéricamente como «monopolios»).
Esto creó una primera contradicción elemental en
el sistema. Aunque el interés de todos los capitalistas,
tomados como clase, parecía ser reducir todos los costes
de producción, estas reducciones de hecho con frecuencia
favorecían a unos capitalistas en contra de otros, y por
consiguiente algunos preferían incrementar su parte de
un margen global menor a aceptar una parte menor de un margen
global mayor. Además, había una segunda contradicción
fundamental en el sistema. A medida que se acumulaba más
y más capital, se mercantilizaban más y más
procesos y se producían más y más mercancías,
uno de los requisitos clave para mantener la circulación
era que hubiera más y más compradores. Sin embargo,
al mismo tiempo, los esfuerzos por reducir los costes de producción
reducían a menudo la circulación y la distribución
del dinero, y de este modo inhibían la constante expansión
de los compradores, necesaria para completar el proceso de acumulación.
Por el contrario, la redistribución de la ganancia global
de una forma que pudiera haber incrementado la red de compradores
reducía a menudo el margen global de ganancia. De aquí
A que los empresarios a nivel individual se movieran en una dirección
para impulsar sus empresas (reduciendo, por ejemplo, sus costes
de trabajo) mientras que simultáneamente se movían
en otra dirección (como miembros de una clase colectiva)
para aumentar la red global de compradores (lo que inevitablemente
implicaba, para algunos productores al menos, un incremento de
los costes de trabajo).
La economía del capitalismo ha estado, pues, gobernada
por el intento racional de maximizar la acumulación. Pero
lo que era racional para los empresarios, no era necesariamente
racional para los trabajadores. Y, lo que es aún más
importante: lo que era racional para todos los empresarios como
grupo colectivo no era necesariamente racional para un empresario
determinado. Por tanto, no basta decir que cada uno velaba por
sus propios intereses. Los propios intereses de cada persona a
menudo movían a ésta, de forma muy «racional»,
a emprender actividades contradictorias. El cálculo del
interés real a largo plazo se hizo pues sumamente complejo,
aun cuando ignoremos en la actualidad hasta qué punto la
percepción de sus propios intereses por parte de cada uno
estaba encubierta y distorsionada por complejos velos ideológicos.
Por el momento, supondré provisionalmente que el capitalismo
histórico engendró realmente al homo
económicas pero añadiré que éste
estaba, casi inevitablemente, un tanto confuso.
Había, sin embargo, una restricción «objetiva»
que limitaba la confusión. Si un determinado individuo
cometía constantemente errores de apreciación en
el terreno económico, ya fuera por ignorancia, fatuidad
o prejuicios ideológicos, este individuo (o empresa) tendía
a no sobrevivir en el mercado. La bancarrota ha sido el filtro
depurador del sistema capitalista que ha obligado constantemente
a todos los agentes económicos a seguir más o menos
los caminos trillados, presionándolos para actuar de forma
que colectivamente hubiera una acumulación de capital cada
vez mayor.
El capitalismo histórico es, pues, ese escenario integrado,
concreto, limitado por el tiempo y el espacio, de las actividades
productivas dentro del cual la incesante acumulación de
capital ha sido el objetivo o «ley» económica
que ha gobernado o prevalecido en la actividad económica
fundamental. Es ese sistema social en el cual quienes se han regido
por tales reglas han tenido un impacto tan grande sobre el conjunto
que han creado las condiciones, mientras que los otros se han
visto obligados a ajustarse a las normas o a sufrir las consecuencias.
Es ese sistema social en el cual el alcance de esas reglas (la
ley del valor) se ha hecho cada vez más amplio, los encargados
de aplicar estas reglas se han hecho cada vez más intransigentes
y la penetración de estas regías en el tejido social
se ha hecho cada vez mayor, aun cuando la oposición social
a tales reglas se haya hecho cada vez más fuerte y más
organizada.
Utilizando esta descripción de lo que se entiende por capitalismo
histórico, cualquiera de nosotros puede determinar a qué
escenario integrado, concreto, limitado por el tiempo y el espacio,
se refiere. Mi opinión es que la génesis de este
sistema histórico se localiza en la Europa de finales del
siglo XV que el sistema se extendió con el tiempo hasta
cubrir todo el globo hacia finales del siglo XIX, y que aún
hoy cubre todo el globo. Me doy cuenta de que una delimitación
tan superficial de las fronteras del tiempo y el espacio suscita
dudas en muchas personas. Estas dudas son, sin embargo, de dos
tipos diferentes. En primer lugar están las dudas empíricas.
¿Estaba Rusia dentro o fuera de la economía-mundo
europea en el siglo XVI? ¿Cuándo se incorporó
exactamente el Imperio otomano a la economía-mundo capitalista?
¿Podemos considerar una determinada zona interior de un
determinado Estado en un determinado momento como verdaderamente
«integrada» en la economía-mundo capitalista?
Estas preguntas son importantes, tanto por sí mismas corno
porque al intentar responder a ellas nos vemos obligados a precisar
más nuestros análisis de los procesos del capitalismo
histórico. Pero no es éste el momento ni el lugar
adecuado para contestar a los numerosos interrogantes empíricos
sometidos a continuo debate y elaboración.
El segundo tipo de duda es el que se plantea la utilidad de la
clasificación inductiva que acabo de sugerir. Hay algunos
que se niegan a aceptar que se pueda decir jamás que existe
el capitalismo a no ser como una forma específica de relación
social en el lugar de trabajo: la de un empresario privado que
emplea asalariados. Hay otros que afirman que cuando un determinado
Estado ha nacionalizado sus industrias y proclamado su adhesión
a las doctrinas socialistas, ha puesto fin, con esos actos y como
resultado de sus consecuencias, a la participación de ese
Estado en la economía-mundo capitalista. Estos no son interrogantes
empíricos, sino teóricos, y trataremos de abordarlos
en el curso de este análisis. Abordarlos deductivamente
sería inútil, sin embargo, ya que no llevaría
a un debate racional, sino simplemente a un choque entre fes opuestas.
Por consiguiente, los abordaremos heurísticamente, afirmando
que nuestra clasificación inductiva es más útil
que las clasificaciones alternativas porque abarca más
fácilmente y elegantemente lo que sabemos colectivamente
en la actualidad acerca de la realidad histórica y porque
nos proporciona una interpretación de esta realidad que
nos permite actuar más eficazmente sobre el presente.
Examinemos, pues, cómo ha funcionado realmente el sistema
capitalista. Decir que el objetivo de un productor es la acumulación
de capital es decir que tratará de producir tanto como
le sea posible de una determinada mercancía y ofrecerla
a la venta con el mayor margen de ganancia para él. Sin
embargo, esto lo hará dentro de una serie de restricciones
económicas que, como decimos, existen «en el mercado».
Su producción total está forzosamente limitada por
la disponibilidad (relativamente inmediata) de cosas tales como
factores materiales de producción, fuerza de trabajo, clientes
y acceso al dinero efectivo para ampliar su base de inversión.
La cantidad que puede producir con ganancia y el margen de ganancia
al que puede aspirar están también limitados por
la capacidad de sus «competidores» de ofrecer el mismo
artículo a precios de venta más bajos: en este caso
no se trata de los competidores de cualquier lugar del mercado
mundial, sino de los que están introducidos en los mismos
mercados locales, inmediatos y más restringidos en los
que él vende (independientemente de cómo sea definido
este mercado en un caso determinado). La expansión de su
producción estará también restringida por
el grado en que su producción ampliada dé lugar
a una reducción de los precios en el mercado «local»
capaz de reducir realmente la ganancia total obtenida con su producción
total.
Todas éstas son restricciones objetivas, es decir, que
existen sin necesidad de que un determinado productor o participante
activo en el mercado tome un determinado conjunto de decisiones.
Estas restricciones son la consecuencia de un proceso social tota]
que se da en un lugar y tiempo concretos. Por supuesto, siempre
hay además otras restricciones, más susceptibles
de manipulación. Los gobiernos pueden adoptar, pueden haber
adoptado ya, diversas medidas que de alguna forma transformen
las opciones económicas y por consiguiente el cálculo
de las ganancias. Un determinado productor puede ser el beneficiario
o la víctima de las medidas existentes. Un determinado
productor puede tratar de persuadir a las autoridades políticas
de que cambien las medidas en su favor.
¿Cómo han actuado los productores para maximizar
su capacidad de acumular capital? La fuerza de trabajo ha sido
siempre un elemento central y cuantitativamente significativo
en el proceso de producción. Al productor que trata de
acumular le preocupan dos aspectos diferentes de la fuerza de
trabajo: su disponibilidad y su coste. El problema de la disponibilidad
se ha planteado habitualmente de la siguiente manera: las relaciones
sociales de producción que eran fijas (una fuerza de trabajo
estable para un determinado productor) podían tener un
coste bajo si el mercado era estable y el tamaño de la
fuerza de trabajo óptima para un momento determinado. Pero
si el mercado de ese producto decaía, el hecho de que la
fuerza de trabajo fuera fija incrementaba su coste real para el
productor. Y si el mercado de ese producto se incrementaba, el
hecho de que la fuerza de trabajo fuera fija hacía que
al productor le fuera imposible aprovechar las oportunidades de
ganancia.
Por otra parte, también una fuerza de trabajo variable
tenía desventajas para los capitalistas. Una fuerza de
trabajo variable era por definición una fuerza de trabajo
que no trabajaba necesariamente de forma continua para el mismo
productor. A tales trabajadores debía, pues, preocuparles,
por lo que se refiere a su supervivencia, su nivel de remuneración
en función de un período de tiempo lo suficientemente
largo como para contrarrestar las variaciones en los ingresos
reales. Es decir, los trabajadores tenían que ser capaces
de sacar de los períodos en que trabajaban lo suficiente
como para cubrir los períodos en los que no recibían
remuneración. Por consiguiente, una fuerza de trabajo variable
a menudo costaba a los productores más por hora y por individuo
que una fuerza de trabajo fija.
Cuando tenemos una contradicción, y aquí tenemos
una en el meollo mismo del proceso de producción capitalista,
podemos estar seguros de que el resultado será un compromiso
históricamente difícil. Repasemos lo que sucedió
de hecho. En los sistemas históricos que precedieron al
capitalismo histórico, la mayoría de las fuerzas
de trabajo (nunca todas ellas) eran fijas. En algunos casos, la
fuerza de trabajo del productor se reducía a él
mismo o a su familia, y por tanto era fija por definición.
En algunos casos, una fuerza de trabajo no relacionada con el
productor por lazos de parentesco le era adscrita mediante diversas
regulaciones legales y/o consuetudinarias (incluyendo diversas
formas de esclavitud, servidumbre por deudas, regímenes
permanentes de tenencia, etc.). Algunas veces la adscripción
era vitalicia. Otras veces era por períodos limitados,
con una opción de renovación; pero esta limitación
del tiempo sólo tenía sentido si existían
alternativas realistas en el momento de la renovación.
Ahora bien, la rigidez de estos regímenes planteaba problemas
no sólo a los productores concretos a quienes estaba adscrita
una determinada fuerza de trabajo, sino también a todos
los otros productores, ya que evidentemente sólo podían
ampliar sus actividades en la medida en que existieran fuerzas
de trabajo disponibles no fijas.
Estas consideraciones constituyeron la base, tal como a menudo
se ha descrito, del auge de la institución del trabajo
asalariado, allí donde existía un grupo de personas
permanentemente disponibles para trabajar más o menos para
el mejor postor. Llamamos a este proceso mercado de trabajo y
a las personas que venden su trabajo proletarios. No digo nada
nuevo si afirmo que, en el capitalismo histórico, ha habido
una creciente proletarización de la fuerza de trabajo.
La afirmación no sólo no es nueva, sino que tampoco
es en absoluto sorprendente. Las ventajas del proceso de proletarización
para los productores han sido ampliamente documentadas. Lo sorprendente
no es que haya habido tanta proletarización, sino que haya
habido tan poca. Tras cuatro siglos al menos de existencia de
este sistema social histórico, no se puede decir que la
cantidad de trabajo plenamente proletarizado en la economía-mundo
capitalista llegue hoy en total ni siquiera a un cincuenta por
ciento.
Sin duda esta estadística está en función
de cómo se mida y a quién se mida. Si usamos las
estadísticas oficiales de los gobiernos acerca de la llamada
población activa, primordialmente los varones adultos formalmente
disponibles para un trabajo remunerado, podemos encontrar que
el porcentaje de asalariados es hoy razonablemente alto (si bien,
incluso en ese caso, cuando se calcula a nivel mundial, el porcentaje
real es inferior al que suponen la mayoría de las formulaciones
teóricas). Sin embargo, si consideramos a todas las personas
cuyo trabajo se incorpora de una u otra forma a la cadena de mercancías
—abarcando así a prácticamente todas las mujeres
adultas y también a un número muy alto de personas
preadultas y posadultas (es decir, los jóvenes y los viejos)—,
entonces nuestro porcentaje de proletarios cae en picado.
Demos un paso más antes de proceder a nuestra medición.
¿Es conceptualmente útil aplicar la etiqueta «proletario»
a un individuo? Lo dudo. En el capitalismo histórico, como
en los sistemas históricos anteriores, los individuos han
tendido a vivir dentro del marco de unas estructuras relativamente
estables que comparten un fondo común de ingresos actuales
y capital acumulado, a las que podríamos llamar unidades
domésticas (households).
El hecho de que los límites de estas unidades domésticas
estén cambiando continuamente por las entradas y salidas
de los individuos no impiden que sean la unidad de cálculo
racional en términos de remuneraciones y gastos. Las personas
que desean sobrevivir cuentan todos sus ingresos potenciales,
independientemente de la fuente de la que procedan, y los valoran
en función de los gastos reales que deben realizar. Tratan
de sobrevivir como mínimo; luego, con más ingresos,
tratan de disfrutar de un estilo de vida que encuentran satisfactorio;
y por fin, con más ingresos todavía, tratan de participar
en el juego capitalista corno acumuladores de capital. Para todos
los propósitos reales, la unidad doméstica es la
unidad económica que se dedica a tales actividades. Esta
unidad doméstica es habitualmente una unidad relacionada
por lazos de parentescos, pero a veces no lo es, o al menos no
lo es exclusivamente. En la mayoría de los casos es co-residencial,
pero esta tendencia ha retrocedido a medida que avanzaba la mercantilización.
Fue en el contexto de esta estructura de unidades domésticas
donde comenzó a imponerse a las clases trabajadoras la
distinción social entre trabajo productivo y trabajo improductivo.
De hecho, el trabajo productivo llegó a ser definido como
un trabajo que devengaba dinero (primordialmente trabajo que devengaba
un salario), y el trabajo improductivo como un trabajo que, aunque
muy necesario, era meramente una actividad de «subsistencia»
y que por tanto, se decía, no producía un «excedente»
del que pudiera apropiarse alguien. Este trabajo, o bien no estaba
en absoluto mercantilizado o bien implicaba una producción
simple (pero en este caso verdaderamente simple) de mercancías.
La diferenciación entre los tipos de trabajo fue consolidada
mediante la creación de papeles específicos vinculados
a ellos. El trabajo productivo (asalariado) se convirtió
primordialmente en la tarea del varón adulto/padre y secundariamente
de los otros varones adultos (más jóvenes) de la
unidad doméstica. El trabajo improductivo (de subsistencia)
se convirtió primordialmente en la tarea de la mujer adulta/
madre y secundariamente de las otras mujeres, así como
de los niños y los ancianos. El trabajo productivo era
realizado fuera de la unidad doméstica, en el «centro
de trabajo». El trabajo no productivo era realizado dentro
de la unidad doméstica.
Las líneas divisorias no eran nítidas, indudablemente,
pero con el capitalismo histórico se hicieron muy claras
y apremiantes. La división del trabajo real por géneros
y edades no fue, por supuesto, una invención del capitalismo
histórico. Probablemente existió siempre, aunque
sólo fuese porque para algunas tareas hay requisitos y
limitaciones biológicos (de género, pero también
de edad). La familia jerárquica y/o la estructura de unidades
domésticas no fueron tampoco una invención del capitalismo.
Estas también existían desde hacía mucho
tiempo. Lo que hubo de nuevo en el capitalismo histórico
fue la correlación entre división del trabajo y
valoración del trabajo. Los hombres tal vez hayan hecho
a menudo un trabajo diferente del de las mujeres (y los adultos
un trabajo diferente del de los niños y ancianos), pero
en el capitalismo histórico ha habido una constante devaluación
del trabajo de las mujeres (y del de los jóvenes y viejos)
y un paralelo hincapié en el valor del trabajo del varón
adulto. Mientras que en otros sistemas hombres y mujeres realizaban
tareas específicas (pero normalmente iguales), en el capitalismo
histórico el varón adulto que ganaba un salario
fue clasificado como el «cabeza de familia», y la
mujer adulta que trabajaba en el hogar como el «ama de casa».
Así, cuando se empezaron a compilar estadísticas
nacionales, que eran a su vez un producto de un sistema capitalista,
todos los cabezas de familia fueron considerados miembros de la
población activa, pero no así las amas de casa.
De este modo se institucionalizó el sexismo. El aparato
legal y paralegal de la distinción y la discriminación
por géneros siguió de forma totalmente lógica
las huellas de esta valoración diferencial del trabajo.
Podemos señalar aquí que los conceptos de infancia/adolescencia
amplia y de «jubilación» de la fuerza de trabajo
no asociada a la enfermedad o la debilidad han sido también
concomitantes específicos de la aparición de una
estructura de unidades domésticas en el capitalismo histórico.
A menudo han «ido consideradas como exenciones «progresistas»
del trabajo. Sin embargo, tal vez sea más correcto considerarlas
como redefiniciones del trabajo como no trabajo. Para más
inri, las actividades formativas de los niños y las variopintas
tareas de los adultos jubilados han sido calificadas de «divertidas»
y la devaluación de sus contribuciones laborales de razonable
contrapartida a su liberación de las «fatigas»
del trabajo «real».
En cuanto ideología, estas distinciones contribuyeron a
asegurar que la mercantilización del trabajo fuera extensiva
pero al mismo tiempo limitada. Por ejemplo, si tuviéramos
que calcular cuántas unidades domésticas de la economía-mundo
han obtenido más de un cincuenta por ciento de sus ingresos
reales (o de su renta total en todas sus formas) del trabajo asalariado
fuera de la unidad doméstica, creo que nos sentiríamos
asombrados por la exigüedad del porcentaje: esto no sólo
ha ocurrido en siglos anteriores, sino que ocurre también
hoy, aunque el porcentaje haya probablemente crecido de forma
constante a lo largo del desarrollo histórico de la economía-mundo
capitalista.
¿Cómo podemos explicar esto? No creo que sea muy
difícil. Partiendo del supuesto de que un productor que
emplea mano de obra asalariada prefiere siempre y en todo lugar
pagar menos que más, la exigüedad del nivel al que
los asalariados podrían permitirse aceptar el trabajo está
en función del tipo de unidades domésticas en el
que los asalariados vivan a lo largo de su vida. Dicho de forma
muy sencilla: a idéntico trabajo con idénticos niveles
de eficacia, el asalariado que viviera en una unidad doméstica
con un alto porcentaje de ingresos salariales (llamémosla
una unidad doméstica proletaria) tendría un umbral
monetario por debajo del cual le parecería manifiestamente
irracional realizar un trabajo superior al de un asalariado que
viviera en una unidad doméstica con un bajo porcentaje
de ingresos salariales (llamémosla una unidad doméstica
semiproletaria).
La razón de esta diferencia entre lo que podríamos
llamar umbrales salariales mínimos aceptables tiene que
ver con la economía de supervivencia. Allí donde
una unidad doméstica proletaria dependía primordialmente
de unos ingresos salariales, éstos tenían que cubrir
los costes mínimos de la supervivencia y la reproducción.
Sin embargo, cuando los salarios constituían una parte
menos importante del total de los ingresos de la unidad doméstica,
a menudo para un individuo resultaba racional aceptar un empleo
a un nivel de remuneración que representaba una parte inferior
a la proporcional (en términos de horas trabajadas) de
los ingresos reales —aun cuando supusiera la consecución
del necesario dinero líquido (necesidad que con frecuencia
venía legalmente impuesta)— o implicaba la sustitución
de un trabajo en tareas todavía menos remunerativas por
este trabajo remunerado con un salario.
Lo que sucedía entonces en estas unidades domésticas
semiproletarias era que quienes producían otros tipos de
ingresos reales —es decir, básicamente la producción
doméstica para el propio consumo o para la venta en el
mercado local, o para ambas cosas a la vez—, ya fueran diversas
personas de la unidad doméstica (de cualquier sexo o edad)
o la misma persona en diversos momentos de su vida, creaban excedentes
que hacían que bajara el umbral del salario mínimo
aceptable. De esta forma, el trabajo no asalariado permitía
a algunos productores pagar un salario inferior a sus trabajadores,
reduciendo así sus costes de producción e incrementando
sus márgenes de ganancia. No es de extrañar, pues,
que, por regla general, todos los que empleaban mano de obra asalariada
prefirieran que sus asalariados vivieran en unidades domésticas
semiproletarias en lugar de proletarias. Si ahora consideramos
la realidad empírica local en el tiempo y en el espacio
del capitalismo histórico, descubrimos bruscamente que
la norma estadística ha sido que los asalariados vivieran
en unidades domésticas semiproletarias en lugar de proletarias.
Desde el punto de vista intelectual, nuestro problema se invierte
de pronto. De explicar las razones de la existencia de la proletarización,
hemos pasado a explicar por qué el proceso ha sido tan
incompleto. Ahora tenemos que ir todavía más lejos:
¿por qué ha seguido avanzando la proletarización?.
Permítaseme decir desde ahora que es muy dudoso que la
creciente proletarización mundial pueda ser atribuida primordialmente
a las presiones sociopolíticas de los estratos empresariales.
Muy al contrario. Parece ser que tienen muchos motivos para hacerse
los remolones. En primer lugar, como acabamos de argumentar, la
transformación de un número significativo de unidades
domésticas semiproletarias en unidades domésticas
proletarias en determinadas zonas tendió a aumentar el
salario mínimo real pagado por los que empleaban mano de
obra asalariada. En segundo lugar, la mayor proletarización
tuvo consecuencias políticas, como analizaremos más
adelante, que fueron negativas para los que empleaban mano de
obra asalariada y también acumulativas, incrementándose
así todavía más los niveles salariales en
determinadas zonas geográfico-económicas. De hecho,
los que empleaban mano de obra asalariada sentían tan poco
entusiasmo por la proletarización que, además de
fomentar la división del trabajo por géneros y edades,
también estimularon, con sus esquemas de empleo y a través
de su influencia en el campo político, el reconocimiento
de grupos étnicos definidos, tratando de vincularlos a
papeles específicos en el mundo laboral, con diferentes
niveles de remuneración real por su trabajo. La etnicidad
creó un caparazón cultural que consolidó
los esquemas de la estructura de unidades domésticas semiproletarias.
El hecho de que la aparición de esta etnicidad haya realizado
también una labor de división política entre
las clases trabajadoras ha sido un plus político para los
que empleaban mano de obra asalariada, pero no, creo yo, el primer
motor de este proceso.
Sin embargo, para poder comprender cómo ha llegado a producirse
un incremento de algún tipo en la proletarización
a lo largo del tiempo en el capitalismo histórico, tenemos
que volver a la cuestión de las cadenas de mercancías
en las que están situadas las múltiples actividades
productivas específicas. Debemos olvidar la imagen simplista
de que el «mercado» es un lugar donde se encuentran
el productor inicial y el consumidor final. Es indudable que estos
mercados existen y siempre han existido. Pero en el capitalismo
histórico las transacciones de mercado han constituido
un pequeño porcentaje del total. La mayoría de las
transacciones han implicado un intercambio entre dos productores
inmediatos situados en una larga cadena de mercancías.
El comprador compraba un «insumo» para su proceso
productivo. El vendedor vendía un «producto semiacabado»,
es decir, semiacabado en función de su uso final en el
consumo individual directo.
La lucha por el precio en estos «mercados intermedios»
representaba un esfuerzo por parte del comprador para arrancar
al vendedor una porción de la ganancia obtenida de todos
los procesos de trabajo anteriores a lo largo de la cadena de
mercancías. Esta lucha estaba sin duda determinada en puntos
concretos del tiempo y del espacio por la oferta y la demanda,
pero nunca de forma exclusiva. En primer lugar, por supuesto,
la oferta y la demanda pueden ser manipuladas a través
de restricciones monopolistas, que han sido la regla más
que la excepción. En segundo lugar, el vendedor puede modificar
el precio en ese punto a través de una integración
vertical. Allí donde el «vendedor» y el «comprador»
eran de hecho y en última instancia la misma empresa, el
precio podía ser arbitrariamente amañado con Cines
fiscales o de otro tipo, pero tal precio nunca representaba la
interacción de la oferta y la demanda. La integración
vertical, al igual que el monopolio «horizontal»,
no ha sido rara. Estamos por supuesto familiarizados con sus ejemplos
más espectaculares: las compañías con carta
de privilegios de los siglos XVI al XVIII, las grandes casas comerciales
del siglo xix, las transnacionales del siglo xx. Todas éstas
eran estructuras globales que trataban de abarcar todos los eslabones
posibles de una determinada cadena de mercancías. Pero
los ejemplos menores de integración vertical, que abarcaban
solamente unos pocos (o incluso dos) eslabones de una cadena,
han sido aún más frecuentes. Parece razonable afirmar
que la integración vertical ha sido la norma estadística
del capitalismo histórico, y no esos puntos del «mercado»
en las cadenas de mercancías en los que el vendedor y el
comprador eran realmente distintos y antagónicos. Ahora
bien, las cadenas de mercancías no han seguido direcciones
geográficas aleatorias. Si las dibujáramos todas
en un mapa, advertiríamos que han adoptado una forma centrípeta.
Sus puntos de origen han sido múltiples, pero sus puntos
de destino han tendido a converger en unas pocas áreas.
Es decir, han tendido a ir de las periferias de la economía-mundo
capitalista a los centros. Es difícil rebatir esto como
una observación empírica. La pregunta real es por
qué ha sucedido. Hablar de cadenas de mercancías
significa hablar de una amplia división social del trabajo
que, en el curso del desarrollo histórico del capitalismo,
se ha hecho más y más extensiva en el plano funcional
y geográfico y, simultáneamente, más y más
jerárquica. Esta jerarquización del espacio en la
estructura de los procesos productivos ha llevado a una polarización
cada vez mayor entre el centro y las zonas periféricas
de la economía-mundo, no sólo de acuerdo con criterios
distributivos (niveles reales de ingresos, calidad de vida), sino
también, y lo que es más importante, en los escenarios
de la acumulación de capital.
Al principio, cuando comenzó este proceso, estas diferencias
espaciales eran bastante pequeñas, y el grado de especializaron
espacial era limitado. Sin embargo, dentro del sistema capitalista,
las diferencias existentes (ya fuera por razones ecológicas
o históricas) fueron exageradas, reforzadas y consolidadas.
En este proceso fue crucial la intervención de la fuerza
en la determinación del precio. Indudablemente, el uso
de la fuerza por una de las partes en una transacción de
mercado para mejorar el precio no fue una invención del
capitalismo. El intercambio desigual es una práctica antigua.
Lo notable del capitalismo como sistema histórico fue la
forma en que se pudo ocultar este intercambio desigual; de hecho
se pudo ocultar tan bien que incluso los adversarios reconocidos
del sistema no han comenzado a desvelarlo sistemáticamente
sino tras quinientos años de funcionamiento de este mecanismo.
La clave para ocultar este mecanismo central está en la
estructura misma de la economía-mundo capitalista, la aparente
separación en el sistema capitalista mundial entre la arena
económica (una división social del trabajo a nivel
mundial con unos procesos de producción integrados, todos
los cuales operan en favor de la incesante acumulación
de capital) y la arena política (compuesta en apariencia
por Estados soberanos aislados, cada uno de los cuales es responsable
autónomo de sus decisiones políticas dentro de su
jurisdicción y dispone de fuerzas armadas para respaldar
su autoridad). En el mundo real del capitalismo histórico,
casi todas las cadenas de mercancías de cierta importancia
han atravesado estas fronteras estatales. Esta no es una innovación
reciente. Es algo que ha venido sucediendo desde el mismo comienzo
del capitalismo histórico. Más aún: la transnacionalidad
de las cadenas de mercancías es un rasgo descriptivo tanto
del mundo capitalista del siglo XVI como del mundo capitalista
del siglo xx.
Cómo funcionaba este intercambio desigual? Partiendo de
una diferencia real en el mercado, debido a la escasez (temporal)
de un proceso de producción complejo o a escaseces artificiales
creadas manu militari, las
mercancías se movían entre las zonas de tal manera
que el área con el artículo menos «escaso»
«vendía» sus artículos a la otra área
a un precio que encarnaba un factor de producción (coste)
real mayor que el de un artículo de igual precio que se
moviera en dirección opuesta. Lo que realmente sucedía
era que había una transferencia de una parte de la ganancia
total (o excedente) producida por una zona a otra. Era una relación
de centricidad-perifericidad. Por extensión podemos llamar
«periferia» a la zona perdedora y «centro»
a la ganadora. Estos nombres reflejan de hecho la estructura geográfica
de los flujos económicos.
Inmediatamente encontramos diversos mecanismos que a lo largo
de la historia han incrementado esta disparidad. Allí donde
se producía una «integración vertical»
de dos eslabones en una cadena de mercancías, era posible
desviar una parte aún mayor del excedente total hacia el
centro de lo que hasta entonces había sido posible. Asimismo,
la desviación del excedente hacia el centro concentraba
allí el capital y ponía a disposición del
centro unos fondos desproporcionados para continuar la mecanización,
lo que permitía a los productores de estas zonas conseguir
ventajas competitivas adicionales en los productos existentes
y crear nuevos productos raros con los que renovar el proceso.
La concentración de capital en las zonas del centro creó
tanto la base fiscal como la motivación política
para construir aparatos de Estado relativamente fuertes, entre
cuyas múltiples capacidades figuraba la de asegurar que
los aparatos del Estado de las zonas periféricas se hicieran
o siguieran siendo relativamente más débiles. De
este modo podían presionar a estas estructuras estatales
para que aceptaran e incluso fomentaran en su jurisdicción
una mayor especialización en tareas inferiores dentro de
la jerarquía de las cadenas de mercancías, utilizando
mano de obra peor pagada y creando (reforzando) la estructura
de unidades domésticas adecuada para permitir la supervivencia
de esta mano de obra. De este modo, el capitalismo histórico
creó los llamados niveles salariales históricos
tan dramáticamente divergentes en las diferentes zonas
del sistema mundial.
Decimos que este proceso ha permanecido oculto. Con ello queremos
decir que los precios reales siempre parecían ser negociados
en un mercado mundial sobre la base de unas fuerzas económicas
impersonales. El enorme aparato de fuerza latente (abiertamente
usado de forma esporádica en las guerras y en las épocas
de colonización) no tenía que ser invocado en cada
una de las transacciones para asegurar que el intercambio fuese
desigual. Más bien, el aparato de fuerza aparecía
en escena sólo cuando se producía un desafío
significativo al nivel existente de intercambio desigual. Una
vez terminado el grave conflicto político, las clases empresariales
del mundo podían pretender que la economía operaba
únicamente por consideraciones de la oferta y la demanda,
sin reconocer cómo había llegado históricamente
la economía-mundo a un punto concreto de la oferta y la
demanda y qué estructuras de fuerza estaban respaldando
en ese mismo momento las diferencias «consuetudinarias»
en los niveles salariales y en la calidad real de vida de las
fuerzas de trabajo del mundo.
Ahora podemos volver a preguntarnos por qué ha habido algún
tipo de proletarización. Recordemos la contradicción
fundamental entre el interés individual de cada empresario
y el interés colectivo de todas las clases capitalistas.
El intercambio desigual servía por definición a
estos intereses colectivos, pero no a muchos de los intereses
individuales. De esto se desprende que aquéllos cuyos intereses
no se veían inmediatamente servidos en un momento determinado
(porque ganaban menos que sus competidores) trataban constantemente
de cambiar las cosas en su favor. Es decir, trataban de competir
con más éxito en el mercado, bien haciendo que su
producción fuera más eficiente, bien utilizando
la influencia política para conseguir nuevas ventajas monopolistas.
La fuerte competencia entre los capitalistas ha sido siempre una
differentia specifica del capitalismo
histórico. Aun cuando pareciera estar voluntariamente restringida
(por medio de acuerdos de tipo cártel), ello se debía
principalmente a que cada competidor pensaba que tal restricción
optimizaba sus propios márgenes. En un sistema basado en
la incesante acumulación de capital, ninguno de los participantes
podía permitirse el lujo de abandonar su permanente tendencia
hacia una rentabilidad a largo plazo, a no ser que quisiera autodestruirse.
Así pues, la práctica monopolista y la motivación
competitiva han sido realidades paralelas del capitalismo histórico.
En tales circunstancias, es evidente que ningún esquema
específico que uniera los procesos productivos podía
ser estable. Muy al contrario: siempre sería de interés
para un gran número de empresarios rivales tratar de alterar
el esquema específico de un momento y un lugar determinado
sin preocuparse a corto plazo por el impacto global de tal comportamiento.
Aquí operaba indiscutiblemente la «mano invisible»
de Adam Smith, en el sentido de que el «mercado» imponía
restricciones al comportamiento individual, pero sería
muy curiosa una interpretación del capitalismo histórico
que sugiriese que el resultado ha sido armonioso.
El resultado parece haber sido más bien, de nuevo como
observación empírica, un ciclo alternante de expansiones
y estancamientos del sistema en su conjunto. Estos ciclos han
implicado fluctuaciones de tal significación y regularidad
que es difícil no creer que son intrínsecas al funcionamiento
del sistema. Si se me permite la analogía, parecen ser
el mecanismo respiratorio del organismo capitalista, que inhala
el oxígeno purificador y exhala los desechos venenosos.
Las analogías son siempre peligrosas, pero ésta
parece especialmente adecuada. Los desechos acumulados eran las
ineficiencias económicas que con regularidad se incrustaban
políticamente a través del proceso de intercambio
desigual antes descrito. El oxígeno purificador era la
asignación más eficiente de los recursos (más
eficiente en el sentido de que permitía una mayor acumulación
de capital), que permitía la reestructuración regular
de las cadenas de mercancías.
Lo que parece haber sucedido cada cincuenta años aproximadamente
es que, dados los esfuerzos de un número cada vez mayor
de empresarios por hacerse con los puntos más rentables
de las cadenas de mercancías, se producían tales
desproporciones en las inversiones que nosotros hablamos, de modo
que induce un tanto a error, de superproducción. La única
solución a estas desproporciones era una conmoción
en el sistema productivo que diera como resultado una distribución
más equitativa. Esto suena lógico y simple, pero
sus consecuencias han sido siempre masivas. Significaba en cada
ocasión una mayor concentración de operaciones en
los eslabones de la cadena de mercancías que estaban ya
más atestados. Esto suponía la eliminación
tanto de algunos empresarios como de algunos trabajadores (aquéllos
que trabajaban para empresarios que se iban a la quiebra y también
aquéllos que trabajaban para otros que se mecanizaban aún
más a fin de reducir los costes unitarios de producción).
Este cambio también permitía a los empresarios «degradar»
ciertas operaciones en la jerarquía de la cadena de mercancías,
lo que les permitía dedicar fondos de inversión
y esfuerzos a otros eslabones de la cadena de mercancías
que, al ofrecer inicialmente insumos más «escasos»,
eran más rentables. La «degradación»
de determinados procesos en la escala jerárquica también
llevaba a menudo a una reubicación geográfica parcial.
Para esta reubicación geográfica resultaba muy atractivo
el desplazamiento hacia zonas donde el coste de la mano de obra
era inferior, aunque desde el punto de vista de la zona a la que
se desplazaba la industria, la nueva industria implicase habitualmente
un incremento del nivel salarial para algunos sectores de la fuerza
de trabajo. Precisamente ahora estamos viviendo una de estas reubicaciones
masivas a nivel mundial en las industrias del automóvil,
el acero y la electrónica. Este fenómeno de reubicación
ha formado parte del capitalismo histórico desde el comienzo.
Estos reajustes han tenido tres consecuencias principales. Una
de ellas ha sido la constante reestructuración geográfica
del sistema mundial capitalista. Sin embargo, aunque las cadenas
de mercancías han sido significativamente reestructuradas
cada cincuenta años, aproximadamente, se ha mantenido el
sistema de cadenas de mercancías jerárquicamente
organizadas. Determinados procesos de producción han experimentado
un deseen so en la jerarquía, al insertarse otros nuevos
en la parte superior. Y determinadas zonas geográficas
han acogido a niveles jerárquicos de procesos en continuo
cambio. Así pues, determinados productos han pasado por
«ciclos de producto», al comenzar siendo productos
del centro y terminar convirtiéndose en productos periféricos.
Además, determinadas posiciones se han desplazado hacia
arriba o hacia abajo, por lo que respecta al bienestar comparativo
de sus habitantes. Pero para llamar «desarrollo» a
tales reajustes tendríamos primero que demostrar que ha
habido una reducción de la polarización global del
sistema. Empíricamente, parece que esto no ha ocurrido;
más bien la polarización se ha incrementado a lo
largo de la historia. Se puede decir, pues, que estas reubicaciones
geográficas y del producto han sido verdaderamente cíclicas.
Sin embargo, los reajustes han tenido una segunda consecuencia,
muy diferente. Nuestro término «superproducción»,
que induce a error, llama la atención sobre el hecho de
que el dilema inmediato se ha planteado siempre por la ausencia
de una demanda mundial suficiente de algunos productos claves
del sistema. Es en esta situación donde los intereses de
los trabajadores coinciden con los intereses de una minoría
de empresarios. Los trabajadores han tratado siempre de incrementar
su parte de excedente, y los momentos de crisis económica
del sistema han ofrecido a menudo tanto un incentivo suplementario
e inmediato como una oportunidad suplementaria de proseguir sus
luchas de clases. Una de las formas más efectivas e inmediatas
de incrementar sus ingresos reales que tienen los trabajadores
es la mayor mercantilización de su propio trabajo. A menudo
han tratado de sustituir aquellas partes de los procesos de producción
domésticos que devengan escasas cantidades de ingresos
reales, y en particular diversos tipos de producción simple
de mercancías, por trabajo asalariado. Una de las principales
fuerzas impulsoras de la proletarización ha sido la de
los propios trabajadores de todo el mundo. Han comprendido, a
menudo mejor que sus autoproclama-dos portavoces intelectuales,
que la explotación en las unidades domésticas semiproletarias
es mucho mayor que la explotación en las plenamente proletarizadas.
Ha sido en los momentos de estancamiento cuando algunos propietarios-productores,
en parte respondiendo a la presión política de los
trabajadores y en parte creyendo que los cambios estructurales
en las relaciones de producción les beneficiarían
frente a los propietarios-productores rivales, han unido sus fuerzas,
tanto en el campo de la producción como en el político,
para impulsar la proletarización de un sector limitado
de los trabajadores en alguna parte. Este proceso que nos proporciona
la clave esencial para saber por qué ha habido un incremento
en la proletarización, dado que la proletarización
ha llevado a largo plazo a una reducción de los niveles
de ganancia en la economía-mundo capitalista.
Es en este contexto donde deberíamos considerar el proceso
del cambio tecnológico, que no ha sido tanto el motor como
la consecuencia del capitalismo histórico. Las principales
«innovaciones» tecnológicas han sido, en primer
lugar, la creación de nuevos productos «escasos»,
en cuanto tales sumamente rentables, y, en segundo lugar, la de
procesos para reducir el trabajo. Han sido respuestas a las fases
descendentes de los ciclos, formas de aplicar las «invenciones»
para fomentar el proceso de acumulación de capital. Estas
innovaciones sin duda afectaron con frecuencia a la organización
de la producción. Desde un punto de vista histórico,
dieron un impulso hacia la centralización de muchos procesos
de trabajo (la fábrica, la cadena de montaje). Pero es
fácil exagerar el cambio. Los procesos de concentración
de las tareas de producción física han sido con
frecuencia analizados sin tener en cuenta los procesos de descentralización
opuestos.
Esto es especialmente evidente si traemos a colación la
tercera consecuencia del reajuste cíclico. Adviértase
que, dadas las dos consecuencias ya mencionadas, tenemos que explicar
una aparente paradoja. Por un lado, hablábamos de la continua
concentración de acumulación de capital en la polarización
histórica de la distribución. Simultáneamente,
sin embargo, hablábamos de un proceso lento, pero constante,
de proletarización que, afirmábamos, ha reducido
realmente los niveles de ganancia. Una solución fácil
sería decir que el primer proceso es simplemente mayor
que el segundo, lo cual es cierto. Pero además la disminución
de los niveles de ganancia ocasionada por el incremento de la
proletarización ha sido hasta ahora compensada con creces
por otro mecanismo que ha actuado en sentido contrario.
Otra observación empírica que puede hacerse fácilmente
acerca del capitalismo histórico es que su emplazamiento
geográfico ha crecido constantemente con el tiempo. Una
vez más, el ritmo del proceso ofrece la mejor clave para
su explicación. La incorporación de nuevas zonas
a la división social del trabajo del capitalismo histórico
no se produjo de una sola vez. De hecho se produjo en estallidos
periódicos, aunque cada una de las sucesivas expansiones
pareció estar limitada en su amplitud. Indudablemente,
una parte de la explicación reside en el mismo desarrollo
tecnológico del propio capitalismo histórico. Las
mejoras en el transporte, las comunicaciones y los armamentos
hizo que fuera progresivamente menos caro incorporar regiones
cada vez más alejadas de las zonas del centro. Pero esta
explicación, todo lo más, nos da una condición
necesaria, pero no suficiente del proceso.
A veces se ha afirmado que la explicación reside en la
constante búsqueda de nuevos mercados en los que realizar
las ganancias de la producción capitalista. Sin embargo,
esta explicación no concuerda con los hechos históricos.
Las áreas externas al capitalismo histórico se han
mostrado en general reacias a comprar sus productos, en parte
porque no los «necesitaban» en términos de
su propio sistema económico y en parte porque a menudo
carecían de los medios necesarios para comprarlos. Sin
duda ha habido excepciones. Pero en general era el mundo capitalista
el que buscaba los productos de la arena externa y no al revés.
Siempre que un determinado lugar era conquistado militarmente,
los empresarios capitalistas se quejaban de la ausencia de mercados
reales en él y actuaban a través de los gobiernos
coloniales para «crear aficiones».
La búsqueda de mercados no sirve como explicación.
Una explicación mucho más plausible es la búsqueda
de mano de obra a bajo coste. Desde un punto de vista histórico,
prácticamente todas las nuevas zonas incorporadas a la
economía-mundo han establecido niveles de remuneración
real que estaban en la parte inferior de la jerarquía de
niveles salariales del sistema mundial. Prácticamente no
habían desarrollado unidades domésticas plenamente
proletarias y no habían sido incitadas a desarrollarlas.
Por el contrario, la política de los estados coloniales
(y de los estados semicoloniales reestructurados en aquellas zonas
que no habían sido oficialmente colonizadas) parecía
destinada precisamente a fomentar la aparición de esa unidad
doméstica semiproletaria que, como hemos visto, hacía
posible el umbral más bajo posible de nivel salarial. La
política típica de tales estados implicaba una combinación
de mecanismos fiscales, que obligaban a cada unidad doméstica
a realizar algún trabajo asalariado, y restricciones a
la libertad de movimientos o separación forzosa de los
miembros de la unidad doméstica, lo que reducía
considerablemente la posibilidad de una plena proletarización.
Si añadimos a este análisis la observación
de que las nuevas incorporaciones al sistema mundial del capitalismo
tendían a estar correlacionadas con fases de estancamiento
en la economía-mundo, resulta evidente que la expansión
geográfica del sistema mundial servía para contrarrestar
el proceso de reducción de las ganancias inherente a una
mayor proletarización, al incorporar nuevas fuerzas de
trabajo destinadas a ser semiproletarizadas. La aparente paradoja
se desvanece. El impacto de la proletarización en el proceso
de polarización se ve compensado, tal vez con creces, al
menos hasta ahora, por el impacto de las incorporaciones. Y los
procesos de trabajo de tipo fabril como porcentaje del total se
han incrementado menos de lo que habitualmente se afirma, dado
el denominador en constante expansión de la ecuación.
Hemos invertido mucho tiempo en esbozar cómo ha actuado
el capitalismo histórico en la arena estrictamente económica.
Ahora estamos preparados para explicar por qué surgió
el capitalismo como sistema social histórico. Esto no es
tan fácil como a menudo se piensa. Lejos de ser un sistema
«natural», como algunos apologistas han tratado de
mantener, el capitalismo histórico es un sistema patentemente
absurdo. Se acumula capital a fin de acumular más capital.
Los capitalistas son como ratones en una rueda, que corren cada
vez más deprisa a fin de correr aún más deprisa.
En el proceso, sin duda, algunas personas viven bien, pero otras
viven en la miseria; y ¿cómo de bien, y durante
cuánto tiempo, viven los que viven bien?.
Cuanto más reflexiono sobre ello, más absurdo me
parece. No sólo creo que la inmensa mayoría de la
población del mundo está objetiva y subjetivamente
en peores condiciones materiales que en los sistemas históricos
anteriores, sino que, corno veremos, pienso que se puede argumentar
que también están en peores condiciones políticas.
Todos nosotros estamos tan influenciados por la ideología
justificadora del progreso que ha configurado este sistema histórico,
que nos resulta difícil admitir incluso los grandes inconvenientes
históricos de este sistema. Hasta un denunciador tan enérgico
del capitalismo histórico como Karl Marx hizo gran hincapié
en su papel históricamente progresivo. No creo que sea
progresivo en absoluto, a menos que por «progresivo»
simplemente se entienda aquello que es históricamente posterior
y cuyos orígenes pueden ser explicados por algo que lo
ha precedido. El balance del capitalismo histórico, sobre
el que volveré, es tal vez complejo, pero el cálculo
inicial en términos de la distribución material
de los bienes y de la asignación de las energías
es en mi opinión muy negativo.
Si esto es así, ¿por qué surgió un
sistema semejante? Tal vez precisamente para lograr ese fin. ¿Qué
cosa más convincente que un razonamiento que afirma que
la explicación del origen de un sistema era conseguir un
fin que de hecho ha conseguido? Sé que la ciencia moderna
nos ha apartado de la búsqueda de las causas finales y
de toda consideración de intencionalidad (especialmente
cuando ésta es tan intrínsecamente difícil
de demostrar de forma empírica). Pero la ciencia moderna
y el capitalismo histórico han mantenido una estrecha alianza,
como sabemos; así pues, debemos sospechar de la autoridad
de la ciencia a propósito de esta cuestión: la modalidad
del conocimiento de los orígenes del capitalismo moderno.
Permítaseme esbozar simplemente una explicación
histórica de los orígenes del capitalismo histórico
sin intentar desarrollar aquí la base empírica de
tal argumento.
En el mundo de los siglos XIV y XV, Europa fue el escenario de
una división social del trabajo que, en comparación
con otras áreas del mundo se encontraba, en lo que respecta
a las fuerzas productivas, a la cohesión de su sistema
histórico y a su estado relativo de conocimiento humano,
en una fase intermedia: ni tan avanzada como en algunas áreas,
ni tan primitiva como en otras. Marco Polo, debemos recordar,
que procedía de una de las subregiones cultural y económicamente
«avanzadas» de Europa, se sintió totalmente
abrumado por lo que encontró en sus viajes por Asia.
La arena económica de la Europa feudal estaba pasando en
esta época por una crisis muy importante, generada en su
interior, que estaba conmoviendo sus cimientos sociales. Sus clases
dominantes se estaban destruyendo mutuamente a gran velocidad,
mientras que su sistema de tierras (base de su estructura económica)
se estaba volviendo más flexible, con una considerable
reorganización que iba en el sentido de una distribución
mucho más igualitaria de lo que había sido la norma.
Además, los pequeños campesinos estaban demostrando
una gran eficiencia como productores. Las estructuras políticas
en general se estaban debilitando y su preocupación por
las luchas intestinas entre los que tenían el poder político
hacía que quedara poco tiempo para reprimir la fuerza creciente
de las masas de la población. El aglutinante ideológico
del catolicismo estaba sometido a grandes tensiones y en el mismo
seno de la Iglesia estaban naciendo movimientos igualitarios.
Las cosas estaban realmente cayéndose a pedazos. Si Europa
hubiese continuado en la senda por la que se encaminaba, es difícil
creer que los esquemas de la Europa feudal medieval, con su sistema
sumamente estructurado de «estamentos», pudieran haberse
consolidado de nuevo. Mucho más probable es que la estructura
social de la Europa feudal hubiera evolucionado hacia un sistema
de productores a pequeña escala, relativamente iguales,
con la consiguiente nivelación de las aristocracias y descentralización
de las estructuras políticas.
Si esto habría sido bueno o malo, y para quién,
es un tema de especulación y de poco interés. Pero
es evidente que la perspectiva debió de intranquilizar
a los estratos superiores de Europa: de intranquilizarlos y de
asustarlos, especialmente cuando se dieron cuenta de que su armadura
ideológica también se estaba desintegrando. Sin
sugerir que nadie verbalizara conscientemente tal intento, podemos
ver, comparando la Europa de 1650 con la de 1450, que ocurrieron
las siguientes cosas. En 1650, las estructuras básicas
del capitalismo histórico como sistema social viable habían
sido establecidas y consolidadas. La tendencia hacia la igualación
de las recompensas había sido drásticamente invertida.
Los estratos superiores se habían hecho de nuevo con el
control de la política y la ideología. Había
un nivel razonablemente alto de continuidad entre las familias
que formaban parte de los estratos superiores en 1450 y las que
formaban parte de los estratos superiores en 1650. Además,
si sustituyéramos la fecha de 1650 por la de 1900, encontraríamos
que la mayoría de las comparaciones con 1450 seguían
siendo válidas. Fue sólo en el siglo xx cuando hubo
algunas tendencias significativas en una dirección diferente,
signo como veremos de que el sistema histórico del capitalismo,
tras cuatro o cinco siglos de florecimiento, ha entrado finalmente
en una crisis estructural.
Tal vez nadie haya verbalizado el intento, pero ciertamente parece
como si la creación del capitalismo histórico en
cuanto sistema social hubiera invertido especialmente una tendencia
que los estratos superiores temían, y establecido en su
lugar una tendencia que servía aún mejor a sus intereses.
¿Es esto tan absurdo? Sólo para quienes fueron sus
víctimas.
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