En la vida del señor
Palomar hubo una época en
que su regla era ésta: primero, construir en su mente un
modelo, el mas perfecto, lógico, geométrico posible;
segundo, verificar si el modelo se adapta a los casos prácticos
observables en la experiencia; tercero, aportar las correcciones
necesarias para que modelo y realidad coincidan. Este procedimiento,
elaborado por los físicos y los astrónomos que indagan
la estructura de la materia y del universo, parecía a Palomar
el único con el que se podía hacer frente a los mas
intrincados problemas humanos, y en primer lugar los de la
sociedad y del mejor modo de gobernar. Era preciso tener presentes
por una parte la realidad informe y demente de la convivencia humana,
que no hace sino engendrar monstruosidades y desastres, y por otra
un modelo de organismo social perfecto, de líneas netamente
trazadas, rectas y círculos y elipsis, paralelogramos de
fuerzas, diagramas con abcisas y ordenadas.
Para construir un modelo —Palomar lo sabía— es
preciso partir de algo, es decir, tener principios de los cuales
pueda salir por deducción el propio razonamiento. Estos principios —llamados
también axiomas o postulados— uno no los elige, sino
que ya los tiene, porque si no los tuviera no podría si quiera
ponerse a pensar. Por lo tanto, Palomar también los tenía,
pero —no siendo ni un matemático ni un lógico— no
se preocupaba de definirlos. Deducir era sin embargo una de sus actividades
preferidas, porque podía dedicarse a ella solo y en silencio,
sin instrumentos especiales, en cualquier lugar y momento, sentado
en un sillón o paseando. Por la inducción en cambio
sentía cierta desconfianza, tal vez porque sus experiencias
le parecían aproximativas y parciales. La construcción
de un modelo era, pues, para él un milagro de equilibrio entre
los principios (que permanecían en la sombra) y la experiencia
(inasible), pero el resultado debía tener una consistencia
mucho más sólida que los unos y la otra. En un modelo
bien construido, en realidad, cada detalle debe estar condicionado
por los demás, con lo cual todo se sostiene con absoluta coherencia,
como en un mecanismo donde si se bloquea un engranaje todo se bloquea.
El modelo es por definición aquel en el que no hay nada que
cambiar, aquel que funciona a la perfección, en cambio la
realidad vemos perfectamente que no funciona y se desintegra por todas
partes; por lo tanto, no queda sino obligarla a tomar la forma del
modelo, por las buenas o por las malas. Durante mucho tiempo el señor
Palomar se había esforzado por alcanzar una impasibilidad
y un desapego tales que lo único que contara fuese sólo
la serena armonía de las líneas del diseño:
todos los desgarramientos y contorsiones y compresiones que la realidad
debe sufrir para identificarse con el modelo, debían
considerarse accidentes momentáneos e irrelevantes. Pero si
por un instante dejaba de fijar la vista en la armoniosa figura geométrica
dibujada en el cielo de los modelos ideales, le saltaba a los ojos
un paisaje humano en el que las monstruosidades y los desastres
no habían desaparecido en modo alguno y las líneas
del dibujo aparecían deformadas y retorcidas.
Hacia falta entonces un sutil trabajo de ajuste que aportase graduales
correcciones al modelo para aproximarlo a una posible realidad y
a la realidad para aproximarlo al modelo. En verdad, el grado de
ductilidad de la naturaleza humana no es ilimitado, como había
creído en un primer momento; y en compara-ción, hasta
el modelo más rígido puede dar prueba de cierta inesperada
elasticidad. En una palabra, si el modelo no logra transformar la
realidad, la realidad debería conseguir transformar
el modelo.
La regla del señor Palomar poco a poco había cambiado:
ahora necesitaba una gran variedad de modelos, tal vez transformables
el uno en el otro según un procedimiento combinatorio, para
encontrar aquel que calzase mejor en una realidad que a su vez estaba
siempre hecha de muchas realidades diversas, en el tiempo y en el
espacio.
En todo esto, no es que el propio Palomar elaborase modelos o se
dedicara a aplicar otros ya elaborados: se limitaba a imaginar un
justo uso de los modelos justos para colmar el abismo que veía
abrirse cada vez más entre la realidad y los principios. En
una palabra, el modo de manipulación y gestión posible
de los modelos no era de su competencia ni entraba en sus posibilidades
de intervención. De estas cosas se ocupan habitualmente personas
muy diferentes de el, que juzgan su funcionalidad según otros
criterios: como instrumentos de poder, sobre todo, más que
según los principios o las consecuencias en la vida de la
gente. Cosa esta bastante natural, pues lo que los modelos tratan
de modelar es siempre un sistema de poder; pero si la eficacia
del sistema se mide por su invulnerabilidad y capacidad para durar,
el modelo se convierte en una especie de fortaleza cuyas gruesas
murallas esconden lo que esta fuera. Palomar, que de los poderes
y contrapoderes se espera siempre lo peor, ha terminado por convencerse
de que lo que cuenta realmente es lo que sucede a pesar de
ellos: la forma que la sociedad va adoptando lentamente, silenciosamente,
anónimamente, en los hábitos, en el modo de pensar
y de hacer, en la escala de valores. Si las cosas son así,
el modelo de los modelos ansiado por Palomar deberá servir
para obtener modelos transparentes, diáfanos, sutiles como
telas de arana; tal vez directamente para di-solver los modelos,
mas aún, para disolverse.
Llegado a ese punto a Palomar no le quedaba sino borrar de su mente
los modelos y los modelos de modelos. Cumplido también este
paso, se encuentra cara a cara con la realidad mal dominable y no
homogeneizable, formulando sus «si», sus «no»,
sus «pero». Para eso, es mejor que la mente este libre,
limpia,
amoblada sólo por la memoria de fragmentos de experiencia
y de principios sobrentendidos y no demostrables. No es una linea
de conducta que pueda
darle satisfacciones especiales, pero es la única que le resulta
practicable.
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